jueves, 20 de marzo de 2008

La policía


La policía

Mariano José de Larra

[Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del artículo ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil de La Revista Española, Periódico Dedicado a la Reina Ntra. Sra., n.º 472, 7 de febrero de 1835, Madrid.]
-[pág. 1525]-

Así como hay en el mundo hombres buenos, también hay cosas buenas: no citaremos nombres propios en la primera clase, por no ofender a la mayoría; pero en la segunda preciso será citar si queremos que nos crean. Cosa buena por ejemplo es la previa censura, y para algunos no sólo buena, sino excelente. Que manda usted y que manda usted mal, dos cosas que pueden ir juntas. ¿Pues no es cosa buena y rebuena que nadie pueda decirle a usted una palabra? Que manda usted, y que no manda usted mal, pero que es usted hombre de calma; y como había usted de mandar algo bueno, no manda usted nada, ni bueno ni malo. ¿Pues no es un placer verdaderamente que si hay algún escritorzuelo atrevido que sale a decir: «Esto no marcha», salga por otra parte el censor que usted le pone, y le escriba en letra gorda y desigual al pie del folleto: «Esto no puede correr»? Vaya si es cosa buena. Que es usted un sujeto de luces por otra parte, amigo del Gobierno, y que tiene usted poco sueldo, o no tiene usted ninguno, como suele suceder; vaya si es cosa buena que le den a usted 20.000 reales de sueldo u opción a los primeros que vaquen, sólo por poner: «Esto no puede correr», que al cabo es decir una verdad como un templo... Cosa buena es y muy buena. Replicarannos los que viven de disputar que la tal previa censura no es igualmente buena para el que escribió el artículo que no puede correr, ni para el país que de él pudiera sacar provecho; pero en primer lugar, que al sentar nosotros la proposición de que hay cosas buenas, no hemos dicho para quién, y en segundo añadiremos que ese es el destino de las cosas de este mundo, en las cuales no hay una sola buena para todos. Países hay donde se cree que la perfección consiste en que las cosas sean buenas para los más; pero también hay países donde se cree en brujas, y no por eso son las brujas más verdaderas. Dejemos por consiguiente este punto, que entra en el número de los muchos que no son oportunos todavía para nosotros, y convengamos únicamente en que hay cosas buenas.
Sabido esto, pocas hay que se puedan comparar con la policía. Por de pronto su origen está en la naturaleza; la policía se debe al miedo, y el miedo es cosa tan natural, que poco o mucho no hay quien no tenga alguno; y esto sin contar con los que tienen demasiado, que son los más. Todos tenemos miedo; los cobardes a todo; los valientes a parecer cobardes; en una palabra, el que más hace es el que más lo disimula, y esto no lo digo yo precisamente; antes que yo lo ha dicho Ercilla, en dos versos, por más señas, que si bien pudieran ser mejores, difícilmente podrían ser más ciertos.

El miedo es natural en el prudente,
y el saberlo vencer es ser valiente.

Preclaro es, pues, el origen de la policía. No nos remontaremos a las edades remotas para encontrar apoyos en favor de la policía. Trabajo inútil fuera, pues ya nos lo dan hecho; un orador ha dicho que en todos los países la ha habido «con este o aquel nombre», y es punto sabido y muy sabido que la había en Roma y en el consulado de Cicerón; no se sabe si con este o con aquel nombre, no precisamente con su subdelegado al frente y sus celadores al pie; pero ello es que la había, y si la había en Roma es cosa buena; si a esto se añade que la hay en Portugal, y que el pueblo da a sus individuos el nombre de morcegos, ya no hay más que saber.
Venecia ha sido el Estado que ha llevado a más alto grado de esplendor la policía; pues ¿qué otra cosa era el famoso tribunal pesquisidor de aquella República? A ella se debía la hermosa libertad que se gozaba en la reina del Adriático, y que con colores tan halagüeños nos ha presentado un literato moderno de la escena, y un célebre novelista en su Bravo. La Inquisición no era tampoco otra cosa que una policía religiosa; y si era buena la Inquisición, no hay para qué disputarlo. Aquí se prueba lo que ha dicho el orador citado, de que siempre ha existido en todos los países «con este o aquel nombre».
Otra prueba de que es cosa buena la policía es su existencia, no sólo en Roma y en Portugal, sino también en Austria; y sobre todo, en la parte de Italia sujeta a aquel Imperio, donde es delito a los ojos de la policía haber a las manos un papel francés. Así son los italianos tan felices, así se hacen lenguas del emperador de Austria. Óigase otro ejemplo. Ahí está la Polonia, que debe su actual felicidad –¡vaya si es feliz!– a la policía rusa. Que la policía es, pues, una institución liberal, se deduce claramente de su existencia en Austria y en Polonia; y si nos venimos más acá, veremos que en Francia la instaló Bonaparte, uno de los amigos más acérrimos de la libertad, y tanto, que él tomó para sí toda la que pudo coger a los pueblos que sujetó; y a España, por fin, la trajo el célebre conquistador del Trocadero el año 23, y fue lo que nos dio en cambio y permuta de la Constitución que se llevó; prueba de que él creía que valía tanto por lo menos la policía como la Constitución.
Pues luego, si ha hecho bienes al país, no hay para qué ponerlo en cuestión.
A la policía debió el desgraciado Miyar su triste fin; y como ha dicho muy bien otro orador, -pág. 1526- a la policía se debió sin duda alguna aquella inocente treta por la cual se sonsacó de Gibraltar a un célebre patriota para acabarlo en territorio español, con toda nobleza y valentía. Pero ¿a qué más ejemplos? De cuantos liberales han muerto judicialmente asesinados en los diez años, acaso no habrá habido uno que no haya tenido algo que agradecer a esa brillante institución. Ahora bien: continuador el año 35 y heredero universal, como se ha pretendido, de los diez años mal pudiera rehusar herencia tan legítima; así hemos visto a nuestra policía recientemente hacer prodigios en punto a conspiraciones.
La policía se divide en política y en urbana. Y es cosa tan buena una como otra. Por la primera, supongamos que sabe usted que se habla en un café, en una casa, o que no se habla, pero que tiene usted un enemigo; ¿quién no tiene un enemigo? Va usted a la policía, y con contar el caso, y con añadir que en la casa tienen pacto con «Isabelinos», y que detrás del «viva de ordenanza» está tapada la anarquía, hace usted prender a su enemigo. ¿Pues no es cosa excelente? Luego, para cualquier carrera se necesita saber algo, suponiendo que no haya favor o parentesco; para médico, por ejemplo, alargar la enfermedad; para abogado, embrollar el asunto; para militar, ir a Vizcaya... para cura, todos sabemos ya lo que se necesita saber, y por ese estilo; pero para ser de policía, basta con no ser sordo. ¡Y es tan fácil no ser sordo! Ahora, si fuera preciso hacerse el sordo, ya era otra cosa: era preciso saber entonces casi tanto como para ser ministro.
Por otra parte, decía un ilustre amigo nuestro que la España se había dividido siempre en dos clases: gentes que prenden y gentes que son prendidas; admitida esta distinción, no se necesita preguntar si es cosa buena la policía.
Acerca de los premios destinados a la delación, y para cuyos gastos será sin duda gran parte de los millones del presupuesto, esto es indispensable: primero, porque uno no ha de delatar de balde, y segundo, por que «no se cogen truchas», etc., refrán que pudiéramos convertir en «no se cogen anarquistas», etc. En una palabra, o se ha de prender, o no se ha de prender; si se ha de prender, es preciso que haya quien delate; y si ha de haber delatores, éstos han de comer, porque tripas llevan pies. Por consiguiente, no sólo es cosa buena la policía, sino también los ocho millones.
En los Estados Unidos y en Inglaterra no hay esta policía política; pero sabido es en primer lugar el desorden de ideas que reina en aquellos países; allí puede uno tener la opinión que le dé la gana; por otra parte, la libertad mal entendida tiene sus extremos, y nosotros, leyendo en el gran libro abierto de las revoluciones, como ha dicho muy bien otro orador, debemos aprender algo en él, y no seguir las mismas huellas de los países demasiado libres, porque vendríamos a parar al mismo estado de prosperidad que aquellas dos naciones. La riqueza vicia al hombre, y la prosperidad le hace orgulloso por más que digan.
La otra policía es urbana. Ésta es todavía más cosa buena que la otra. Entre las ventajas que produce nos contentaremos con los pasaportes, con los cuales va usted adonde quiere y adonde le dejan. Paga usted su peseta, y ya sabe usted que tiene pasaporte. Suponga usted que a imitación de Inglaterra no hubiera pasaportes. En verdad que no se concibe cómo se puede ir de una parte a otra sin pasaporte; si fuera sin caminos, sin canales, sin carruajes, sin posadas, ¡vaya!, pero ¡sin pasaportes! Por el mismo consiguiente saca usted su carta de seguridad, y ya está usted seguro de haber gastado dos reales; pero en cambio hay otro que desde que usted los tiene de menos los tiene de más. De modo que para éste, sobre todo, la carta de seguridad es cosa buena, tan buena por el pronto como dos reales. Hay cosas mejores, es verdad, pero siempre es cosa buena.
Probada, pues, hasta la evidencia la bondad de la policía, ¿cómo pudiéramos no agregarnos al voto de los 50 señores procuradores que han perdido la última votación? Poco vale por cierto nuestra opinión; no somos desgraciadamente ni procuradores ni inviolables, pero en cambio tendremos policía por lo menos; pagaremos en compañía de nuestros compatriotas ocho millones para que nos averigüen nuestras conversaciones, nuestros pensamientos, nuestros... y si algún día la policía nos prende, como es probable, por anarquistas, exclamaremos con justo entusiasmo: «¡Buena cárcel nos mamamos! ¡Pero buen dinero nos cuesta!».

Revista Española, n.º 472, 7 de febrero de 1835. Firmado: Fígaro.

[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 306-310; Artículos de costumbres, ed. Luis F. Díaz Larios, Madrid, Austral, 1998, pp. 297-303; Artículos varios, ed. E. Correa Calderón, Madrid, Castalia, 1984, pp. 454-459; Artículos, ed. Carlos Seco Serrano, Barcelona, Planeta, 1981, pp. 332-336; Obras completas de D. Mariano José de Larra (Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, pp. 390-392.]

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