La religión, ¿merece ser barrida de nuestra sociedad?
21.04.08 -
MIGUEL J. CARRASCOSA SALAS
MIGUEL J. CARRASCOSA SALAS
LA respuesta a esta insólita pregunta la encontramos -creo que desde una postura irónica, de doble sentido- en el artículo que recientemente publicó IDEAL bajo el explosivo y desconcertante título 'Cómo acabar definitivamente con la religión', firmado por Luis Gutiérrez Rojas.
Leído en un primer momento causa enojo, contradicción y rechazo. Pero una segunda, tercera y hasta cuarta lectura nos lleva a considerar que el objetivo que el señor Gutiérrez Rojas ha pretendido conseguir con este sorprendente artículo -tan cargado de fina y disimulada ironía- ha sido el de poner en entredicho la postura de determinados grupos, instituciones y personas que, de un modo sistemático y no pocas veces descarado y abiertamente hostil, se han empeñado en hacer desaparecer del corazón de nuestra sociedad el decisivo papel de la religión como anhelo, camino y meta de hondura y transcendencia; como fuente de sabiduría y brújula del comportamiento humano; como expresión de sentimientos, hábitos, anhelos y experiencias que transcienden lo puramente material y tangible, como facilitadora que es de un horizonte existencial con sentido de plenitud, más allá de la historia, ya que esto es lo propio del discurso religioso «No queda el ánimo, el corazón, el ethos satisfecho ni con virtudes privadas ni con vicios públicos. Nuestro ethos contemporáneo busca algo más que civismo cosmopolita y supuesta felicidad. Este alegato a favor de un esfuerzo por pensar y vivir de veras la religión acaba recordando la 'distancia infinita' que Kierkegard establece entre la religión y la ética» (AMENGUAL, G., La religión en tiempos de nihilismo, Ed. P.P.C., Madrid, 2006; pp. 186-193).¿Pensar y vivir de veras la religión? Sí, eso he querido decir y afirmar con rotundidad, en sintonía con los millones de seres humanos que, a lo largo de la historia, pensaron y vivieron al estilo de Jesús. Estos dos verbos expresan, con el elocuente testimonio de los hechos, los positivos efectos que la religión del amor produce en el seno de las personas, grupos y comunidades que han hecho de ella el ideal de su vida. Y todo ello como fruto y consecuencia de una fe y de una religión profesadas desde la coherencia, el compromiso y la solidaridad con dos realidades que se transcienden y plenifican mutuamente: el amor a Dios y el amor a los hermanos, especialmente a los más olvidados de la sociedad, que son una aterradora mayoría. Una religión, pues, que propicie este tipo de testimonios no debe ser barrida de la sociedad, ni considerada -como algunos afirmaron- el 'opio del pueblo', o, simplemente, un vestigio trasnochado de la incultura de los pueblos, como sigue estimando, con indudable ligereza y hasta con hiriente sorna, el generalizado nihilismo de nuestros días. No, no puede ser eso la dos veces milenaria religión de nuestros mayores -la religión cristiana- vivida con fidelidad a unos principios, sino la expresión de un compromiso de amor y solidaridad -para con los hombres y mujeres de todos los tiempos- de tantos testigos fieles (conocidos unos y anónimos otros) que han sido capaces de enfrentarse a la realidad con la verdad; de analizar las causas y las consecuencias de sus dolores, carencias y dificultades; de trabajar seriamente por el cambio de las estructuras; de llevar a cabo una evangelización madura, liberadora, crítica y autocrítica; de construir la Iglesia como 'pueblo de Dios en marcha'; de seguir dando razones para creer y razones para esperar; de denunciar las injusticias y abusos de los poderosos y de ponerse siempre al lado de las víctimas; de seguir, en definitiva, la llamada del Maestro, del Jesús pobre y solidario con los pobres y excluidos de la Tierra; de crucificarse con los crucificados de la Historia. Tal es el testimonio de verdad existencial y religiosa que centenares y miles de misioneros/as que trabajan y evangelizan en los países del Tercer y Cuarto Mundos, están dando en sus respectivos territorios (África Oriental y Meridional, África Central y Occidental, Norte de África, Unión India, Hispanoamérica, etc.),Estoy cada vez más convencido que las futuras claves del pensamiento y del modo de vivir en el mundo no tendrán que buscarse y rebuscarse tanto en teorías éticas, estéticas o políticas 'ad hoc', cuanto en convincentes formas de vida y pensamiento religiosos, mediante las cuales -afirma el doctor Eugenio Trías en su obra Pensar en público (Ed. Destino 2001, Barcelona, pp. 131-152)- ha de producirse una especie de catarsis intelectual liberadora, que nos cure a todos de determinados estribillos ilustrados, hijos de la filosofía de la sospecha y de la inconsistencia, como son el considerar a la religión como una vana superstición (Voltaire); como 'opio del pueblo' (Marx); como una especie de platonismo para el pueblo (Nietzsche), o como el efímero 'porvenir de una ilusión' (Segismundo Freud).El cristianismo -que es el fundamento doctrinal y vivencial de la religión que profesamos un elevado porcentaje de españoles- constituye sin género de duda un extraordinario mensaje existencial. «Jesucristo -ha escrito Kierkegard- no ha instituido profesores, sino imitadores». Si el cristianismo no se hace vida en sus seguidores, no tiene ningún sentido llamarse cristianos. «En suma -añade nuestro filósofo- expresarlo existiendo, eso es sencillamente reduplicarlo». «¿Y qué es un testigo?», escribe en otro lugar. Es alguien que proporciona, de modo inmediato, la prueba de la verdad que predica, porque en él hay verdad y felicidad, y porque en el instante mismo ofrece su persona y dice: «Ved si podéis forzarme a negar esta doctrina mía». Por esa lucha en la que el testigo tal vez llegue a sucumbir físicamente, es decir, llegue a morir, la doctrina -¿la religión que profesa!- sale victoriosa. (Textos citados en 'Le temps de la patience. Études sur le temoignae', de JAQUEMOT, J.P. JOSSUA, B. QUELQUEJESU, Cerf, París, 1976, pp. 80-81).Esta presencia testimonial en el mundo viene realizándose -en multitud de casos- siendo fiel al modelo de encarnación que ha regido la economía de la salvación desde los orígenes del cristianismo, cuyos rasgos característicos son: el diálogo impulsado por el amor; el profundo respeto a la comunidad que se evangeliza; la atención a los signos de los tiempos; la adopción de un método inductivo que se concreta en la práctica del ver, juzgar y actuar, sustituyendo los viejos procedimientos deductivos de la neoescolástica; la no ruptura entre lo religioso y lo profano; y, finalmente, la puesta en práctica de los valores «sacados del evangelio a la luz de la nueva situación: solidaridad, justicia, paciencia y resistencia al mal bajo todas sus formas». Y el ejercicio diario, silencioso y fecundo, de nuevos espacios para la oración en la vida, la lectura creyente de la realidad y la contemplación en la acción. (Martín Velasco, J., «El malestar religioso de nuestra cultura», Ediciones Paulinas, Madrid, 1993, pp. 324-327). Ni que decir tiene que una religión de esta orientación, proyección y vivencia, no merece ser barrida -suplantada- del corazón de nuestra sociedad, como pretenden, con estudiada estrategia, determinados grupos de esta España nuestra, trasnochada, que aun permanece bajo la influencia, poco edificante y peor intencionada, de un laicismo desintegrador, creador de conflictos y enfrentamientos innecesarios, y extemporáneo por añadidura.No obstante, quiero añadir que la Iglesia católica, juntamente con el resto de las confesiones religiosas que existen en nuestro país, han de hacer un gran esfuerzo no sólo para analizar la situación actual del hecho religioso en España, sino, sobre todo, para transformar y reconvertir sus instituciones y ponerlas al servicio de una renovada realización de su identidad, en sintonía con los grandes retos que plantean a los Estados el mundo y las sociedades contemporáneas.
http://www.ideal.es/granada/20080421/opinion/religion-merece-barrida-nuestra-20080421.html
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