sábado, 19 de abril de 2008

La insignificancia de llamarse…



La insignificancia de llamarse…
Gabriela Ballesteros


sahumeri@hotmail.com

El nombre es sólo un precioso afiche que creemos nuestro, único, irrepetible. Lo sentimos propio sólo porque desde niños nos lo han hecho sentir así quienes nos rodean. El nombre propio (qué ironía) es igual de genérico que el de gallina, mesa o avioneta… Cuando era más joven y la tecnología recién comenzaba a tender sus redes de forma casi invisible (virtual, decían), resultaba toda una experiencia para mí teclear en la opción de búsqueda mi nombre y descubrirme a la vista del mundo: Yo, la joven escritora, Yo, la ganadora de tal premio, Yo, la muchacha que había publicado tal libro. Yo. Qué genérico placer de ser Yo. Por desgracia, mientras más transcurría el tiempo en que no hacía absolutamente nada en la realidad, mi nombre también iba desvaneciéndose paulatinamente dentro de la red. Primero fue la feliz coincidencia de otra con mi nombre, una psicóloga que me contactó y con quien entablé una breve relación virtual. Contamos cinco con nuestro nombre (nuestro… manteníamos todavía la propiedad exclusiva del nombre genérico). Una tenista, una empresaria, una licenciada en filosofía y (qué coincidente) una literata. Bueno, todavía, como en Cortázar, lejanas. Hoy (otro término que pese a ser tan específico resulta de una generalidad irremediable) en mi deseo de verme entre el vasto mundo de los datos, me hallé con que la psicóloga sigue en pie, la empresaria ha sido víctima en una masacre, y tal vez lo más terrible, es que una mujer con mi nombre (la cual dudo ahora que no sea sino yo misma, o bien otra yo misma que tampoco sabe que es yo) es buscada en Kansas (como Dorotea) por haber asesinado a un niño. En Oz (OS tal vez por sus siglas en internet y computación) soy la mujer más buscada, porque nada tengo ya que me distinga de las otras que también son yo: mi nombre, que sentía tan mío, tan distintivo, tan propio, no es sino un mero signo, cuyo referente, mirado de cerca, tal vez, como decía Platón, es sólo una sombra de lo que en realidad es. Yo soy sólo un signo, una moneda de cambio entre la palabra y la carne, un rayón, una hoja que indica el cambio de estación: La nimiedad.

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